viernes, 5 de junio de 2009

MANTINEA (II): LA BATALLA

Argos no cometió el error de la campaña anterior, y esta vez no marchó sola. Tomó posiciones en Mantinea, y esperó la reunión con los atenienses y 3000 hoplitas de Élide. Los espartanos se apresuraron a marchar sobre Mantinea pero, no atreviéndose a asaltar la ciudad, para lo que no estaban preparados, se conformaron con su habitual táctica de asolar las tierras mantineas, para tratar de obligar a los aliados a salir a campo abierto.

Los hoplitas más experimentados de entre los argivos era un grupo reclutado entre los oligarcas, gente acomodada que tenía más tiempo para hacer ejercicios y más dinero para comprar equipamiento pesado. Recibían el nombre de “Los Mil” y, tradicionalmente, eran pro-espartanos. Durante toda la campaña habían tenido que afrontar las sospechas de sus conciudadanos, que les acusaban de poca belicosidad contra Esparta. En esta ocasión, una vez llegados los atenienses y parte del resto de los aliados, la presión se acentuó, y los generales se vieron obligados a salir de Mantinea y presentar formación de batalla. Sin embargo, no marcharon contra los espartanos, sino que tomaron posiciones en una posición estratégicamente excelente, unas colinas cerca de la ciudad, y esperaron.

Agis, que quería lavar su honor puesto en duda por la campaña del año precedente, estuvo a punto de cometer un error funesto, y mandó al ejército atacar las posiciones de los aliados. Cuenta Tucídides que un espartiata, (Diodoro también lo nombra y le identifica como el xymboulos o consejero Farax) cuando ya los contendientes estaban a tiro de jabalina, a punto de entablar batalla por tanto, gritó: “Agis, ¿acaso quieres enmendar un error con otro más grande?” Nótese la libertad que tenían los espartiatas para expresar sus opiniones, incluso ante el rey.

El caso es que Agis se dio cuenta de su errónea decisión y mandó regresar a Tegea. Afortunadamente para ellos, los comandantes argivos creyeron que la maniobra era una trampa para hacerles abandonar las alturas, y no bajaron a perseguirles. Al parecer, los espartanos habían puesto en práctica esa táctica algunas veces: cuando los perseguidores creían tener la victoria a su alcance, los espartiatas daban la vuelta, aprovechando su entrenamiento superior, y convertían la retirada en triunfo.

El caso es que los espartanos aún tenían el problema de cómo hacer que los de Argos dejaran sus posiciones. Al final, siguieron el consejo de los tegeos: la destrucción de cosechas que habían llevado a cabo días antes no era muy eficaz porque por ese tiempo ya habían sido recogida la mayoría de los cereales, pero los tegeos propusieron desviar un río para que inundara las tierras y produjera un daño duradero, que los mantineos no pudieran soportar, y se obligara a los aliados a presentar batalla.

Quizás por que los argivos vieron en qué se ocupaban los espartanos, quizás porque los del partido democrático les obligaran, finalmente los comandantes de Argos bajaron a la llanura de Mantinea y presentaron el orden de batalla: mantineos en el lugar de honor a la derecha (defendían su territorio), arcadios a su lado, argivos en el centro y atenienses y otros aliados a la izquierda.

Cuando Agis se dio cuenta de que el enemigo estaba ya preparado para la batalla, formó apresuradamente su ejército: esciritas y neodamodes (ilotas libera­dos) a la izquierda, espartiatas y periecos en el centro, tegeos bajo mando espartiata a la derecha. Ambos ejércitos eran similares, aproximadamente entre 30000 y 35000, de los cuales entre 8000 y 9000 eran hoplitas,

En las batallas entre hoplitas, como cada hombre lleva el escudo con la izquierda, su flanco derecho queda desprotegido, a no ser que se aproxime al hoplita de su derecha, quedando así defendido tras su escudo. Esto ocasionaba siempre una desviación de los ejércitos de hoplitas hacia la derecha. Los generales lo conocían, pero hasta bien entrado el siglo – IV la profesionalización del ejército no fue la suficiente como para corregir completamente este problema.


En Mantinea la proporción de hoplitas era alta, así que este problema tuvo mayor importancia relativa. Al aproximarse, ambos ejércitos bascularon hacia su derecha, lo que hizo que los contendientes girasen en sentido horario, y los espartanos y tegeos rebasasen a los atenienses y argivos de enfrente, mientras que en la otra ala, los mantineos sobrepasaban a los esciritas y neodamodes.

Agis temió que su ala izquierda fuese separada y mandó que se desplazase a la izquierda, pero con ello se separó del centro y abrió un hueco. Para evitarlo, ordenó a dos compañías de la derecha que cerrasen la brecha, pero los comandantes se negaron para evitar nuevos agujeros en la formación. Este hecho no tiene precedentes en las guerras griegas, pero muy posiblemente, la negativa de los comandantes salvó a Esparta de una derrota sonada, según creen estudiosos contemporáneos, como Donald Kagan.

Aunque Agis intentó que su ala izquierda regresase, no dio tiempo, y cuando se produjo el choque, los espartanos tenían un descosido considerable entre los neodamodes y los espartanos.

Los mantineos, arcadios y los argivos del ala derecha aislaron el ala izquierda de Agis y la empujaron, tratando de rodearla y aniquinarla. Sólo el entrenamiento de las tropas que combatían con espartanos, aún sin tener su experiencia, evitó el desastre.

En cambio, en el otro lado del campo de batalla la situación era justo la contraria: los espartanos y tegeos pusieron en fuga rápidamente al ala izquierda de la coalición, formada por veteranos argivos y atenienses, que lograron salvarse gracias a la caballería, que frenó el ímpetu espartano, y a la propia evolución de la batalla.

Se dio entonces una extraña circunstancia, porque cualquiera de los dos ejércitos pudo haber vencido. En esta situación, con frecuencia el ejército perseguidor perdía la cohesión, y un fulgurante contraataque con tropas de refresco podía invertir la situación. Ambos cuerpos estaban en disposición de hacerlo, pero sólo los espartanos lo llevaron a cabo.

Agis, viendo a su ala izquierda derrotada, ordenó parar la persecución de los veteranos argivos y los atenienses, y volver en auxilio de la otra sección. Inesperadamente, el grupo de hoplitas argivos de élite y sus aliados se vieron rodeados, y la batalla pronto estuvo decidida.

Los espartanos de Agis se prepararon a masacrar a los argivos pero, al parecer, un consejero del rey, que Diodoro vuelve a identificar como Farax, se llevó aparte a Agis y le aconsejó que procurase un camino de huida para Los Mil, el cuerpo de élite argivo reclutado entre los oligarcas de Argos.

Diodoro sugiere que la causa de este hecho está en que Los Mil aún no habían sido derrotados, y podían causar mucho daño aún, pero es más que dudoso que, viéndose rodeados por los belicosos espartanos, y en inferioridad aplastante, los argivos hubieran podido hacer poco más que suumbir con honor. No. parece que ese motivo obedece más a un intento de Diodoro de excusar una decisión complicada, que a la realidad.

Será más posible acertar si pensamos en una decisión política. Al dejar libres a los oligarcas argivos, Agis y Fárax (si fue él quien le aconsejó) consiguen al menos dos cosas:

  1. Masacrar a los mejores combatientes argivos, hijos de las principales familias oligárquicas de Argos, aumentaría el poder de los proatenienses y echaría a Argos en los brazos de Atenas; en cambio, al dejarle libres, mejoraron sus relaciones con el partido pro-espartano oligárquico. De hecho, al año siguiente este partido dio un golpe de estado que derribó al Gobierno democrático, si bien este nuevo régimen duró pocos meses.
  2. Existía mucha desconfianza en Argos hacia el partido oligárquico, de quien se decía que no se empleaba a fondo en la guerra y que se entendía con Esparta. Al dejarlos libres, aumentaron ls sospechs de tongo.

Es curioso cómo las fuentes tratan de manera diferente la tregua de Agis con Argos de -419 y el consejo de Farax de dejar huir al cuerpo de élite argivo tras Mantinea. Evidentemente, se puede aducir que, ahora, la batalla ya había sido dada, pero lo cierto es que el ejército de Argos no había sido destruido en Mantinea, sus combatientes de élite habían salido casi sin ningún rasguño, y los argivos no se inclinaron del lado de los espartanos, ni tras la tregua pactada por Agis ni tras la batalla de Mantinea. Da una sensación de que, lo que a Agis casi le cuesta el destierro o algo peor, se nos presenta ahora como una astucia refinada por parte de uno de sus consejeros.

Las consecuencias inmediatas de la batalla de Mantinea fueron las siguientes:

  1. Fuertes pérdidas para el contingente aliado: sufrieron unas mil cien bajas, por trescientas espartanas.
  2. La mayoría de las bajas las sufrieron mantineos y arcadios, lo que ocasionó el cese de su resistencia ante Esparta. El cuerpo ateniense también sufrió importantes pérdidas, aunque en comparación con el número de habitantes de Atenas prácticamente no se notó.
  3. Restauración del prestigio militar espartano, y vuelta a la obediencia de sus tradicionales aliados.
  4. Atenas abandona el plan de invasión del Peloponeso y fija su vista en un objetivo más ambicioso: la conquista de Sicilia.

MANTINEA (I): ANTECEDENTES


La Guerra del Peloponeso enfrentó, en la Grecia del siglo -V a Atenas y su imperio marítimo, la Liga de Delos, con una coalición de estados temerosos de la hegemonía ateniense, la Liga del Peloponeso, dirigida por Esparta.
La pugna se extendió de -431 a -404 pero, en realidad, consistió en una serie de enfrentamientos entre las dos alianzas, con periodos de paz, treguas y frecuentes negociaciones para poner fin a la sangría.
El primer periodo de la guerra recibe el nombre de Guerra arquidámica, por el rey de Esparta que dio comienzo a las hostilidades, y se extiende de -431 a -421. Este año, el fallecimiento, en muy breve espacio de tiempo, de Cleón el ateniense y Brásidas el espartano, fue tomado por muchos como una señal de los dioses para cesar la cruenta guerra civil entre helenos. Los partidarios de la paz de ambas potencias, durante algún tiempo, se impusieron.

Lo cierto es que ambas ciudades necesitaban un respiro. Atenas era invencible en el mar, y Esparta por tierra no tenía parangón, por lo que las polis se desangraban sin esperanza de llegar a un pronto final. La crisis demográfica provocada por las pestilencias, la propia guerra y la destrucción de las cosechas hacía necesario un parón en los combates, para recuperar fuerzas, permitir que los prisioneros volvieran a sus casas, y rearmarse.

Con estas perspectivas, claro era que ninguna paz podía ser duradera. Los partidarios de la guerra callaron por un tiempo, pero la reanudación de los combates era cuestión de tiempo. De hecho, como cuenta Tucídides, las hostilidades cesaron completamente sólo en territorio de los dos principales contendientes, pero los aliados de ambos gigantes nunca dejaron por completo de involucrarse en pequeños enfrentamientos, y fuera del Ática y de Laconia, tanto Atenas como Esparta procuraron por todos los medios perjudicar a su rival.

La paz fue favorecida por el general ateniense Nicias, por lo que se le llama paz de Nicias. Nació con vocación de durar cincuenta años, aunque apenas duró dos. Ambos bandos devolvían los territorios conquistados, y se intercambiaban prisioneros.

En conjunto, aunque teóricamente suponía un empate, con vuelta a la casilla de salida, los atenienses se vieron favorecidos por este tratado. El orgullo espartano hizo que entregaran muchos más prisioneros atenienses a cambio de sus hombres, y los aliados de Esparta sufrieron una gran decepción. Esparta no había logrado liberarles de la tiranía ateniense, como había prometido, y sintieron que, tras diez años de combates, renunciar a los avances a cambio de salvar el orgullo espartano era tremendamente frustrante. Tebas denunció el tratado, y los atenienses tuvieron una excusa para seguir intrigando.

En el Peloponeso, Argos se había mantenido neutral, consciente de su falta de recursos para mantener una guerra larga. Pero tras los daños sufridos por Esparta en la guerra, vio una oportunidad para reeditar viejas épocas de gloria. Alcibíades, el dandy ateniense, mandó emisarios yen -420 negoció la formación de una coalición antiespartana de ciudades del Peloponeso, con Mantinea, Corinto, Arcadia y Élida, entre otras, bajo la dirección de Argos, y una Atenas en la sombra.

Si los espartanos hubieran estado tan débiles como creían los argivos y sus aliados, esto hubiera sido el fin de Esparta. En -419 los argivos atacaron Epidauro, con la clara intención de proporcionar a Atenas un punto de desembarco. La guerra era ya inevitable. Los espartanos no podían tolerar que sus enemigos pusieran pie en el Peloponeso, y reforzaron la ciudad atacada por mar. Sorprendentemente, los atenienses no usaron su propia flota para bloquear a los espartanos o desembarcar en otro punto. Sin duda los espartiatas aún infundían un saludable temor, y Atenas dudaba aún en declarar las hostilidades de manera abierta, aunque denunciaron simbólicamente el Tratado de Nicias.

Esparta decidió castigar a Argos. Mandó emisarios a sus aliados para que enviaran cuerpos expedicionarios con que formar un ejército de castigo. Habitualmente, los ejércitos espartanos solían estar formados por una minoría de espartanos de pleno derecho, con ilotas (esclavos), periecos (hombres libres de las ciudades cerca de Esparta) y aliados. En este caso, el llamamiento, pese a la supuesta debilidad de Esparta, hizo su efecto, e incluso aliados reticentes, como Corinto, volvieron a pasarse al lado de Esparta, mandando hombres.

Los argivos trataron de adelantarse, marchando al centro del Peloponeso para conseguir una decisiva victoria antes de la reunión de sus enemigos. Sin embargo, el rey Agis II Euripóntida maniobró astutamente y, dividiendo sus tropas en un cuerpo más pequeño de espartiatas y otro mayor de beocios, corintios y aliados, rodeó a los de Argos y les obligó a capitular. Sorprendentemente para sus conciudadanos, en lugar de masacrarlos negoció una tregua con sus representantes y les dejó escapar.

De regreso a Esparta, Agis tuvo que hacer frente a críticas muy duras y, sin duda, cuando negoció la tregua con Argos debió haberlo imaginado… ¿Por qué lo hizo?

Sin duda, la pérdida del cuerpo expedicionario argivo hubiera supuesto el final de los sueños de Argos de disputar a Esparta la supremacía en el Peloponeso, evitando los riesgos de otra campaña en la que quizás los atenienses no tomasen un papel tan pasivo, así que resulta difícil comprender el acto de Agis.

Sólo podemos especular; las fuentes conservadas son hostiles al rey espartano, y no nos dan su versión. Hay que partir de la base de que Agis pensaba que Argos respetaría la tregua. Fue un hombre valiente, y aunque cometió errores estratégicos importantes en algunas campañas, no estaba tan loco como para dejar escapar al enemigo sin una buena razón, ni era, de ninguna manera, un cobarde o un pacifista a ultranza.

Una posibilidad es que Agis, conocedor de que en Argos existía un poderoso partido pro-espartano, los oligarcas, tratase de atraerse a los argivos, hasta el momento neutrales en la guerra contra Atenas, con vistas a la inevitable reanudación de la guerra contra su principal enemigo.

Otra posible explicación es que temiese que una victoria demasiado aplastante de Esparta alarmase a Atenas y desencadenase una reanudación de las hostilidades antes de estar preparados.

En todo caso, visto en perspectiva, la tregua fue un error, que pudo haber costado cara a Esparta. Y así lo entendieron los espartanos, que le pidieron explicaciones, estuvieron a punto de condenarle al pago de una astronómica suma y la destrucción de su casa, y le impusieron un Consejo de diez consejeros (xymbouloi) espartiatas que, a partir de entonces, tenían la misión de aprobar sus decisiones estratégicas.

Los argivos, al menos el partido democrático pro-ateniense, no sólo no se dejaron impresionar por la generosidad de Agis, sino que la interpretaron como debilidad y ese mismo año capturaron Orcomeno, a cuatro pasos de matinea y de capital importancia estratégica y, al año siguiente, en -418, invadieron nuevamente el corazón del Peloponeso con un ejército de aliados mantineos, arcadios y un cuerpo expedicionario ateniense. Atenas y Esparta técnicamente aún estaban en paz, pero como hemos dicho ambas ciudades –estado buscaron hacer todo el daño posible a su enemigo de manera indirecta, y en este caso la excusa fue que la expedición no estaba dirigida contra la propia Esparta, sino contra uno de sus aliados, Tegea. Aunque técnicamente no se rompía la paz, todos sabían que los espartanos no podían dejar de responder a la provocación contra Tegea, y los atenienses creyeron que la invasión argiva supondría un levantamiento generalizado de los peloponesios contra Esparta, así que la apoyaron con unos mil hoplitas y un cuerpo de unos trescientos caballeros.

domingo, 31 de mayo de 2009

SALAMINA: LA BATALLA

En la Antigüedad, los historiadores como Herodoto no solían hacer mucha referencia a la estrategia seguida por los mandos militares en las campañas. Su labor se limitaba más bien a recabar información de las fuentes directas, si tenían acceso a ellas, o de las indirectas, que a su vez, básicamente, recopilaban las historias de los protagonistas de los hechos que contaban, pero rara vez realizaban análisis crítico de las versiones recibidas, y menos aún de la documentación conservada.

La batalla de Salamina no iba a ser una excepción. El relato de Herodoto, el más extenso de los que han llegado a nosotros, es una colección de anécdotas personales de las que él mismo duda, en ocasiones:
"No estoy en realidad, tan informado de los acontecimientos, que pueda decir puntualmente que pueda decir de algunos particulares capitanes, ya sea de los bárbaros, ya de los griegos, cuánto se esforzó cada uno en la contienda" (Herodoto, 8, LXXXVVII)
Como todo el mundo puede comprender, al terminar una batalla sólo los vivos pueden dar su versión de los hechos, y así ocurre que "la historia la escriben los vencedores".

El caso más paredigmático de esta verdad, a pesar de formar en el bando de los derrotados, lo tenemos en el suceso de Artemisia, gobernadora de Halicarnaso que, según cuenta Herodoto, se vio muy apurada por la persecución de una nave ateniense y, al tratar de huir, embistió al trirreme del rey de Calinda, Damasatimo, mandandole al fondo del mar.

En la confusión de la pelea era a veces difícil ver quién era amigo y enemigo y, los atenienses que iban en persecución de Artemisia, viendo que había atacado la línea persa, la creyeron de su lado, o al menos pensaron que desertaba, y cesaron de darle caza. Pero, por si fuera poco, el rey Jerjes, al ver la furia con que aquella nave había embestido, preguntó a los consejeros quién era. Los consejeros no habían llegado a distinguir la insignia de la nave calcidense, tan rápido se fue a pique, pero conocieron, e informaron puntualmente, que el barco atacante era el de Artemisia. Jerjes, no pudiendo imaginar que la de Halicarnaso atacase otros barcos más que los de los griegos, dijo amargamente: "A mi los hombres se me vuelven mujeres, y las mujeres hombres" y, según Herodoto, la tuvo por aún más estimable.

La suerte para la reina, claro, estuvo en que no sobreviviera ningún tripulante de la nave hundida. Y, cosa aún más curiosa, Artemisia y Damasatimo, Halicarnaso y Calinda, habían tenido alguna pendencia tiempo atrás, por lo que todo el episodio resulta aún más confuso, y la verdadera causa de que Artemisia, al huir, abordase precisamente esa nave, nunca la conoceremos.
Bien. Comentada la dificultad de acudir a las fuentes antiguas para conocer la verdadera historia militar de una batalla, podemos hacer algunas conjeturas con la auda de un pequeño esquema de la batalla.

Los persas contaban con una clara superioridad numérica; las fuentes antiguas hablan de 1200 barcos, pero sin duda es una exageración, y quizás ese número se refiera a los efectivos de la flota íntegra, al comenzar campaña. Los historiadores modernos se inclinan a creer que la flota que tomó parte en la batalla de Salamina, por parte persa, pudo ser de unos 700 - 800 barcos. Que ya son.

Es falsa la idea extendida de la baja calidad de la flota persa. Algunas de las flotillas que seguían al Gran Rey eran excelentes, como los fenicios o los egipcios, pero estos últimos navegaban circunvalando la isla de Salamina para formar una pinza y rodear a los griegos. También la flota de los aliados griegos del Gran Rey era de una gran calidad. Sin embargo, otra cosa era la confianza que se podría depositar en la lealtad de algunos de los súbditos del rey: los griegos estaban allí, en gran parte, por la fuerza, y lo mismo se puede decir de los egipcios, que siempre consideraron a los persas como déspotas de quien intentaron liberarse.

Los súbditos de Jerjes más confiables, los propios persas y medos, y los originarios del Asia Central, tenían pocas cualidades marineras, y muchos de ellos no sabían nadar.
Los griegos tenían entre 360 y 380 trirremes, (Esquilo, que peleó en Salamina, dice que fueron unos 310; otros los rebajan aún más, como Hipérides, a 220, pero posiblemente sea conintención de ampliar la gloria de la victoria) de los que la mitad eran atenienses, y en número de efectivos le seguía Corinto, con 40. Esparta sólo aportaba 16.

El corazón de la flota, los trirremes atenienses, habían sido construidos en su mayor parte por consejo de Temístocles pocos años antes con la plata obtenida en las minas de Laurión, y en principio prensentaban mayor uniformidad, maniobrabilidad y manejabilidad que sus enemigos, lo que no fue poco importante para lo que se avecinaba.

Efectivamente, al entrar los persas en los canales de Salamina por el Sur, fenicios a la derecha, jonios a la izquierda, se produjeron embotellamientos, sobre todo en el ala izquierda, y los jonios se retrasaron.

Al parecer, los griegos comenzaron la acción retirándose un poco, sea por el lógico temor a iniciar la batalla contra fuerza tan temible, sea por táctica, para que el enemigo descompusiese su línea. Herodoto cuenta una historia que, según él, "circula entre los atenienses", que acusan a las naves corintias de abandonar la flota aliada y navegar hacia el norte en clara huida. Cosa que, claro está, niegan los corintios. Recordemos que, mientras Herodoto escribe sus libros, Corinto y Atenas están enfrentadas, y lo entenderemos todo.

El caso es que, separados los fenicios del resto de la flota persa, los atenienses, que estaban frente a ellos, bogaron a toda marcha y embistieron con tal ímpetu que la primera línea fenicia fue rechazada hacia atrás, chocando con la segunda y tercera líneas. Los barcos fenicios apenas podían moverse, colisionando entre ellos mismos, y los atenienses, con barcos más modernos, más pequeños, manejables y en mejor lugar para maniobrar, hundieron varias decenas de ellos en un santiamén.

Incluiremos aquí otra folklórica anécdota de Herodoto. Los capitanes de los barcos fenicios, que se habían salvado a nado, fueron a presentar sus excusas al Gran Rey, que contemplaba la batalla desde su trono y, con ese reflejo tan humano, trataron de echar la culpa a otro. Y, a ser posible, a otro que no estuviera allí. "Los jonios -dijeron- se han retrasado intencionadamente, no han presentado batalla, son unos traidores".

Quiso su mala suerte que los jonios habían llegado ya a la altura de los espartanos y otros barcos aliados y, al trabar batalla, algunas de sus acciones fueron bastante afortunadas, como la de una nave samotracia que logró dar cuenta de una ateniense y una egineta, lo cual, observado por Jerjes, le movió a descargar su ira contra los fenicios que tan sin motivo acusaban, y los ejecutó en el acto.

El caso es que, al final del día, la victoria estaba del lado griego sin paliativos. El fracaso persa había sido estrepitoso: habían perdido unos 200 barcos y los griegos sólo unos 40.

Aristides el Justo capitaneó un destacamento que desembarcó en la isla de Psitalea, en medio de los estrechos, que había sido ocupada por unos 400 persas (es la cifra que da Herodoto, aunque los autores modernos la ven un poco exagerada), en previsión que allí irían a parar muchos de los marineros de los barcos griegos hundidos. Todo salió al revés de lo planeado por Jerjes, y Aristides pasó a cuchillo a los persas que ocupaban el islote. Justo sí, pero no tonto.

Los restos de la flota persa regresaron, mal que bien, a su fondeadero de Falero. En su retirada fueron hostigados por los eginetas, pero no hay motivo para creer que les causaran mucho más daño, y el colorista relato que hace Herodoto de los ataques de Egina, hasta hacer de ellos los mejores luchadores de la batalla, suena un poco a euforia desmedida.

Pero, en realidad, si hacemos cuentas, la flota remanente persa aún era, en número, superior a todo lo que los griegos podían poner a flote. Su ejército no había sido derrotado en tierra; por el contrario, había capturado y destruido la mayor ciudad del enemigo. Jerjes, pese a la frustración de una derrota con la que no contaba, no se consideró derrotado en la campaña.

Ante él se abrían dos posibilidades: continuar la guerra o preparar cuarteles de invierno

SALAMINA: VÍSPERAS DE LA BATALLA



Tras la caída de las Termópilas, los espartanos habían dado por perdido el centro de Grecia. Sus planicies permitian maniobrar al inmenso ejército persa, y una resistencia, con toda seguridad, hubiera sido suicida para el ejército de los hoplitas griegos. por consiguiente, se retiraron al istmo de Corinto, donde construyeron una muralla para impedir el paso a la península a las tropas del Gran Rey.

Tras cubrir la evacuación de todos los atenienses que aceptaron, la flota griega fondeó en la costa oriental de Salamina, (A) mientras el Estado Mayor griego debatía la estrategia a seguir.

Hacia septiembre la muralla, construida a marchas forzadas, casi estaba concluida. Un istmo de 6 kilómetros, amurallado, y defendido por varias decenas de miles de hoplitas e ilotas, podía ser prácticamente inexpugnable, y el Gran Rey no podía alimentar a su monstruoso ejército indefinidamente. Recordemos, además, que los atenienses huidos de la ciudad -incluidos los hombres en edad de pelear que no formasen parte de la flota- que iba a ser tomada por los persas, se habían refugiado, parte en Salamina, parte en Treceno, más allá del istmo, protegidos pues por la muralla.

Por lo tanto, el plan del espartano Euribíades, el almirante de la flota griega, con la mayoría de los demás aliados, excepto los atenienses, no era descabellado: retirarse al Peloponeso, tras la inexpugnable muralla y defender, con la flota, sus costas, evitando un desembarco. Se contaba también con las difíciles condiciones meteorológicas y lo peligroso de los arrecifes y acantilados, para tener una oportunidad de resistir hasta que el gran Rey considerase más beneficioso para sus intereses retirarse que continuar con la guerra.

Pero, como es lógico, a los atenienses no les hizo ninguna gracia esta propuesta. Entregaba completamente en manos de los persas su ciudad. Los atenienses, sin patria, serían asimilados por otras ciudades estado y, con el tiempo, ni la memoria quedaría de la orgullosa Atenas.
"Si es así, le dijo, que esos una vez se partan de Salamina con sus naves, adios, ya no habrá más patria por la cual pelear" (Herodoto, VIII, 57)
Esto es algo que los nobles atenienses no estaban dispuestos a tolerar, y menos aún desde el momento en que sus navíos asumían el mayor esfuerzo de toda la flota. Según Herodoto, unos 180 trirremes, de 378, eran suyos. Aunque se discutan las cifras de Herodoto, no cabe duda de que no están muy alejadas de la ciudad, y en todo caso los atenienses aportaban más o menos la mitad. Conscientes de ello, los atenienses se negaron a seguir el plan de Euribíades, y amenazaban con retirar las naves y entablar inmediatas negociaciones con los persas.

No hay que tomarse ésto como una traición; por aquel entonces, aunque los griegos se veían así mismo con una característica distintiva frente a los extranjeros, estaban lejos de formar una unidad política y, de hecho, tan sólo cincuenta años después de Salamina y Platea, los persas volverían a intervenir en los asuntos griegos y, con su oro, serían el árbitro político de la pugna por la hegemonía.

Herodoto, fiel a su estilo, adorna los hechos con discursos y con anécdotas. Es muy conocido el relato de la estratagema de Temístocles que, para asegurar quelos griegos no pudiesen retirarse al Peloponeso, supuestamente envió a un hombre llamad Sicinno para avisar a los persas de la inminente retirada de la flota helena bordeando el norte de la isla, por el canal entre Salamina y Megara, a mar abierto. Los persas respondieron avanzando desde Falero, donde estaban fondeados, hasta la entrada de los estrechos de Salamina, (B) ocupando una isla diminuta, pero de alto valor estratégico, llamada Psitalea (D) mientras que un escuadrón de 200 barcos egipcios rodeaban la isla por el sur para cortar la retirada griega (C).

Historiadores posteriores han desacreditado esta versión, y piensan que puede ser un añadido tardío. Pero, curiosamente, si bien en nuestros tiempos esta historieta era valorada como positiva para Temístocles, de quien se ensalzaba su astucia, la invención, si tal fue, se debió a un enemigo de Temístocles, que la hizo circular para mancillar su nombre, echándole en cara sus negociaciones con los persas.

En todo caso, no parece que fuera necesario el truco de Temístocles para que los persas avanzaran y actuaran así. El ejército había entrado en una Atenas casi abandonada, y se había entregado al pillaje y la destrucción. Apenas unos cuantos cientos de ciudadanos, que se habían refugiado en la Acrópolis confiando en sus murallas de madera (según Herodoto, habían interpretado el oráculo de "Zeus... concederá a Tritogenia un muro de madera" equivocadamente) y perecieron en el incendio y asalto posterior).

Jerjes debió considerar que había asestado un mazazo definitivo a los griegos y, sin necesidad de que nadie le advirtiese, sabedor de que los espartanos construían un muro en Corinto, debió imaginar que los griegos trataban de refugiarse tras él. Gran parte de los atenienses estaban refugiados ya en el Peloponeso, en Treceno, así que la retirada de la flota y del resto de los atenienses que se habían refugiado en Megara, era lo más lógico, a no ser que se considerase la rendición.

Además, si observamos la estrategia persa, vemos que ya la había utilizado en Artemisio. Allí, también, el mismo escuadrón egipcio había rodeado la isla de Eubea con intención de capturar en una pinza la flota griega, pero tras la caída de las Termópilas, la flota aliada se abía retirado. Es absolutamente lógico que, ante una situación parecida, Jerjes intentase la misma jugada, que tenía todos los visos de poder darle una sonada victoria.

Temístocles trató de convencer a Euribíades y el resto de jefes griegos utilizando, además de la amenaza, el argumento de que la flota griega tenía muchas más posibilidades de vencer si luchaban en un lugar como Salamina, donde la superioridad numérica persa valía de poco, y la maniobrabilidad de los trirremes griegos podía dar la sorpresa, como así fue.

Pero, sin duda, lo que más pesó en el ánimo del almirante griego y los demás jefes fue la posibilidad de que los atenienses retiraran su flota, decisión, además, contra la que difícilmente podían hacer nada a la fuerza. Sus propios barcos, unidos, apenas llegaban a igualar en número a los de su aliado, sus marineros, en general, eran menos experientados, y de todos modos un enfrentamento fraticida hubiera desencadenado exactamente la misma catástrofe que pretendía evitar.

Porque, en realidad, con lo que amenazaba Temistocles era con algo más que con una desercion que obligase a ceder el paso a los persas, y a una retirada más o menos honrosa. El bloqueo del istmo sólo se podía mantener si la flota guardaba las costas peloponesas. De lo contrario, se produciría el desembarco de tropas persas detrás de los defensores de la muralla levantada durante aquellos meses, y los espartanos y aliados se verían atrapados entre dos fuerzas y aniquilados. Como en Termópilas.

Con trescientos trirremes, y la ventaja de las costas de la península del Peloponeso, que eran difíciles de acostar y más conocidas por sus propios habitantes que por los invasores, los defensores podrían tener una oportunidad. Con apenas doscientos, que sin duda serían muchos menos por las deserciones de quienes verían el campo perdido (los propios espartanos aportaban sólo 16 naves), no la tenían.

Mientras toda esta discusión se planteaba entre los aliados, llegaron noticias de la destrucción de la Acrópolis con la muerte de quienes en ella se habían refugiado. Evidentemente, ello no hizo más que reforzar la posición inflexible de Temistocles. Herodoto se hace eco de discusiones en las que, curiosamente, los rivales de Temístocles usan contra él la pérdida de su ciudad Estado. Para los griegos, los atenienses empiezan ya a ser unos apátridas, y Adamanto el Corintio le acusa de procurar para el resto de la Grecia la desgracia que ya ha sufrido su ciudad. Cuesta creer que este episodio ocurriese tal y como lo cuenta Herodoto. Más adelante, el Padre de la Historia difama a los corintios acusándole de intentar huir del campo de batalla, por lo que es posible que mientras Herodoto escribía Corinto y Atenas (patria de acogida del historiador) estuviesen enfrentados por alguna querella importante, y dejarlos como desalmados y cobardes fuese una manera de atraerse las simpatías de sus anfitriones.

Evidentemente, aquello tenía que llegar a un fin. Los persas se acercaban, y los griegos supieron de ello por dos conductos. En primer lugar, un ciudadano llamado Aristides el Justo, rival político de Temistocles, llegó desde su exilio de Egina a la Asamblea informando que la flota persa rodeaba ya la isla, y que la retirada sin plantar batalla no era ya posible. Testimonio impactante y decisivo para cualquier ateniense, tanto por la fama de integridad personal de Aristides como porque se trataba de el mayor enemigo político de Temístocles, no bastó para convencer del todo a Euribíades y los corintios (que, con 40 barcos, eran la segunda flota mayor del bando aliado), pero la llegada de una galera de Leno, en Tenos, mandada por un tal Panetio, que había formado con los persas pero ahora desertaba de ellos, les acabó de convencer. Panetio conocía el plan de los persas e informó a Euribíades.

Nada quedaba ya por decidir. Al alba del día de la batalla (hay dificultades para fechar exactamente Salamina; tradicionalmente suele fijarse el día 22 de septiembre, pero algunos la posponen al 23, e incluso al día 29) Jerjes toma asiento en su trono, situado en un lugar elevado del continente, frente a la isla, por encima de Psitalea, donde un escuadrón de élite de sus hombres había desembarcado, con la idea de ayudar las maniobras de sus compañeros, rematar a quienes fueran a parar al islote, y eventualmente desencadenar un ataque a la isla formando una cabeza de puente, tras la victoria.

La flota griega se dispone en formación de batalla, de cara al Heracleo, en el Ática, los atenienses a la izquierda y los de Egina y los espartanos, la derecha.

Los persas se desplazan y se disponen a entrar en los canales, en una formación de tres filas: en su ala derecha los fenicios, a la izquierda los jonios, el resto del contingente por el centro.

La batalla va a comenzar.

miércoles, 25 de marzo de 2009

VA UN BEOCIO Y DICE... LA DESTRUCCIÓN DE TEBAS (II)

2.- ¿Culpable o inocente?

Los relatos posteriores inspirados en Clitarco cargan contra Alejandro como culpable de la ruina de Tebas. Si bien se muestran de acuerdo en que las atrocidades las cometieron los fócidos, los plateos, los tespios y otros beocios (que tenían muchísimo que vengar de la crueldad tebana: unos años antes, Atenas, para conseguir la alianza de Tebas contra Filipo, le habia dejado mano libre contra varias ciudades, que fueron destruidas por Tebas y cuyos habitantes pasaron a ser fieles aliados de Filipo) acusan a Alejandro de no haber impedido la matanza.

Como es común, omiten varios puntos, lo que no es raro, pues eran enemigos de Alejandro; es más extraño que historiadores posteriores no hayan querido ver dichos puntos:

1) El primero es que Tebas había roto la carta de la Confederación griega formada por Filipo de múltiples maneras:

a)-había dejado regresar a los exiliados (que habían sido desterrados a cambio de que Filipo no tomara otras represalias, y entre otras cosas a cambio de salvar sus vidas),

b)-había atacado la guarnición macedonia;

c)-había denunciado a la Confederación como una tiranía, punto que más dolió a Alejandro, y

d)-había declarado públicamente que abrazaba la causa del gran rey de Persia e invitaba al resto de los griegos a unirse a Persia contra Macedonia.

2) Pese a ello, Alejandro no pretendía la destrucción de la ciudad, y por ello aparcó sus tropas ante las murallas pacientemente, mientras en el interior se sucedían los debates, confiando en que los pacifistas lograrían imponerse. Ya queda dicho que todos los autores refieren que muchos notables tebanos abogaban por hacer las paces con los macedonios, y quizás al final lo hubiesen logrado de no ser por el ataque de Pérdicas, que precipitó todo.

3) Un punto importante es si Alejandro podía controlar a las tropas de la Confederación griega no macedonias que luchaban con él. No cabe duda que, en Asia, la lealtad hacia él había crecido de manera que un pillaje hubiera sido muy difícil sin la connivencia de Alejandro, pero en la toma de Tebas, los tespios, foceos y plateos, que odiaban a Tebas, resultaron sin duda casi imposibles de controlar. Ni siquiera eran, como las tropas regulares tracias, mercenarias que obedecían a Alejandro ciegamente por un juramento de lealtad personal (cuyo alcance no está suficientemente explicado por el significado actual de “mercenario”; los mercenarios griegos fueron los únicos que siguieron a Darío en el momento de su muerte; los mercenarios agrianos destacaron entre las mejores tropas de Alejandro) Después de todo, Alejandro ni era su rey ni era Magno aún; no era más que un rey novato, hijo del gran rey Filipo, al que estaban ayudando para destruir a los odiosos tebanos. Diez días antes, cuando se unieron a él, no lo conocían más que de nombre.

4) Un cuentecillo que se cuenta aquí, de ser cierto, aclararía completamente la duda: dícese que Timoclea, noble tebana, fue asaltada por un oficial tracio con intenciones de violarla y de apoderarse de su oro. O Timoclea no era muy agraciada, o el oficial era muy avaricioso, pues prefirió empezar por el dinero, lo que aprovechó la noble para hacerle asomar a un pozo, arrojarle a él, y apiolarle a base de lapidarle. Sus hombres, buscándole, dieron con Timoclea, averiguaron lo ocurrido y condujeron ante el rey a la mujer, que resultó ser viuda y hermana de nobles que habían peleado –y muerto- contra Alejandro en Queronea. Alejandro le perdonó, así como a los tebanos promacedonios, la familia de Píndaro (inevitable referencia en todas las historias de Alejandro) y otros. Resulta interesante que los tracios, en lugar de asesinar a la mujer que había matado a su jefe (conducta que vemos casi sistemáticamente hasta en las guerras del siglo XXI) la llevaron ante Alejandro, y se conformaron ante la exculpación del rey.

5) Más allá de lo ejemplarizante de la historia, destacaremos un par de detalles:

a)-el primero, y evidente, es que Alejandro no había dado ni orden de exterminio, ni manga ancha para el saqueo, pues de ser así, es claro que los tracios no hubieran llevado ante el rey a quien había matado a su comandante; eso es seguro;

b)-el segundo, explicación de lo anterior, es que los tracios eran tropas regulares, que conocían y respetaban a Alejandro, en contraposición a los aliados griegos, que como he dicho hacia menos de quince días que se habían aliado a él; y

c)-el tercero es que, ante el veredicto absolutorio de Alejandro, no se oyó ni una protesta, lo que hubiera resultado inconcebible si hubiera estado en marcha una “limpieza étnica” de tebanos. De hecho no hubo nunca tal intención de exterminio tebano en la mente de Alejandro, y en el futuro, dicen los historiadrores, favoreció siempre que pudo a los tebanos que se encontró en su camino.

6) Por último, otro punto a destacar es que habitualmente, y erróneamente se identifica la toma de la ciudad, con la posterior destrucción de la misma, para achacarlas ambas a Alejandro, como una cosa inaudita. Es cierto que en la toma de la ciudad se produjo la matanza de varios cientos o miles de tebanos, principalmente por los aliados griegos de Alejandro; pero tal cosa por desgracia no era nueva entre los helenos. Las historias de unión panhelénica en las guerras médicas, hermandad entre Platea y Atenas, Leónidas y los 300, etc, sirven para ocultar la dureza de las guerras mesenias, de la guerra del Peloponeso, etc, y, mucho más cercano, las guerras sagradas, que, antes de la entrada de Filipo, se habían caracterizado por verdaderas salvajadas contra los foceos (1ª guerra, 3ª Guerra Sagrada en el cómputo global de Grecia) y anfisos (2ª guerra, 4ª en el cómputo global). La Liga Sagrada pretendía arrojar por los acantilados a los foceos capturados en la 1ª Guerra Sagrada (3ª en el global); Filipo convenció a la Liga para que lo cambiasen por una multa; Demóstenes (cómo no, el campeón de la libertad) convenció a los atenienses de que los foceos eran mártires del cruel Filipo.

7) En realidad, la toma de la ciudad no supuso la destrucción de la misma. Pero tras la caída de Tebas, se planteó a Alejandro el dilema de qué hacer con Tebas. No sabemos que hubiera ocurrido si el hecho hubiera sucedido unos años más tarde, cuando el prestigio del rey era inmenso. Posiblemente la suerte de Tebas hubiera sido mucho menos cruel, porque no cabe duda de que Alejandro quiso salvarla.

8) Es el caso que Alejandro no quería tratar la rebelión de Atenas, Tebas y sus aliados (Arcadia, Etolia, etc.) como una sublevación contra Macedonia, sino contra la Confederación griega, de la que él era el hegemón o líder. Por eso había recogido las tropas foceas, tespias, orcómenas y plateas en su carga contra Tebas, como una manera de darse legitimidad, porque en realidad con sus tropas macedonias tenía más que de sobra para derrotar a Tebas. Pero si quería continuar creyendo en la empresa común griega contra persa, no podía tratar la cuestión tebana como un asunto de su exclusiva decisión.

9) Al día siguiente de la caída de Tebas, Alejandro convocó la Asamblea de los aliados y sometió el caso, qué hacer con los prisioneros y la ciudad, a su juicio. Los confederados, que tenían sobrados motivos para odiar a Tebas, votaron por mayoría aplastante vender a los tebanos como esclavos y arrasar su ciudad. Un tanto hipócritamente, votaron que no haría falta repetir el escarmiento con Atenas, Arcada, Etolia u otras ciudades, que aprenderían el escarmiento. Se confirmaba la inquina especial que sentían hacia Tebas.

10) Alejandro habló personalmente contra la destrucción de la ciudad, pero había prometido cumplir las órdenes de la Confederación, y así lo hizo. Quienes critican a Alejandro por no obligar a cumplir sus deseos y creen que escondió hipócritamente sus designios criminales hacia Tebas tras los votos de la Asamblea, olvidan nuevamente que no se trata del Alejandro cuyo prestigio resultaba sobrenatural años después, sino del Alejandro de apenas veinte años que necesitaba alianzas para emprender la conquista del mundo.

11) Ciertamente, Alejandro intentó salvar todos los tebanos que pudo sin ofender a sus aliados: los pro-macedonios, los sacerdotes, la familia de Píndaro, de Timoclea, figuran entre los que obtuvieron clemencia de él. Y, para siempre, casi todos los tebanos que pidieron un favor de él, lo obtuvieron en memoria de la ciudad que no pudo salvar.
__________________________________________________________

CONCLUSIONES Irónicamente, los aliados tuvieron razón. El escarmiento en Tebas sirvió para subyugar la rebelión anti-macedónica bruscamente. Los huidos de Tebas se repartieron por toda Grecia (el acuerdo de los aliados prohibía también dar asilo a los refugiados tebanos, pero que se sepa Alejandro no puso especial empeño en cumplir esta parte del riguroso dictamen de la Confederación.

Los asustados atenienses, pese a que Demóstenes (que debía temer un castigo tartárico si caía en manos de Alejandro) clamaba por la resistencia a ultranza, pidieron la paz a gritos. Se interrumpieron los misterios de Eleusis para mandar una comisión, formada por los prohombres menos antimacedonios que pudieron encontrar en Atenas, para ¡felicitar a Alejandro por sus triunfos en Tracia y ante Tebas!

La comisión iba dirigida por Demades, un valiente y honrado orador, enemigo de Demóstenes, pero que había peleado también en Queronea contra Filipo, siendo capturado prisionero, mientras Demóstenes huía. E, increíblemente, también se incrustó en la delegación Demóstenes, que no se fiaba de Demades y los suyos, y sospechaba que le venderían. Demóstenes no llegó muy lejos. Conforme se acercaba a Tebas, se iba acongojando y, a las puertas del Ática, se despidió de los otros comisionados, argumentando que sin duda sin él conseguirían mejor resultado de las negociaciones con los macedonios, y volvió grupas hacia Atenas.

Alejandro les recibió bien, (aunque comentan que la primera nota de abyecta felicitación la había arrojado al fuego furioso, pues era Magno, pero no tonto) y se portó con ellos con generosidad. Incluso perdonó a Demóstenes, favor obtenido por los comisionados, y concedido por Alejandro, y que obviamente no era merecido. El regente Antípatro debió pensar que se había vuelto loco. Sin embargo, con la perspectiva de los años, no cabe duda de que Alejandro tenía razón:

-En su mente el objetivo era Persia y su imperio, y Atenas no era más que un Peón que necesitaba a su lado; matar a Demóstenes no hubiera servido más que para crear un mártir, y sólo tenemos que recordar, por ejemplo, la utilidad que en la actual guerra de Iraq ha tenido la muerte tras un simulacro de juicio de Sadam Hussein: ninguna. Un Demóstenes vivo podía hacer algún daño, pero muerto, hubiera convertido a Atenas en un divieso en la retaguardia. Y todos sabemos lo que pasa si se sienta uno sobre un divieso...

-Más importante aún, necesitaba ser generoso con Atenas para asegurarse el apoyo, o al menos la neutralidad, aunque sólo fuera aparente, de la flota ateniense. Una flota ateniense hostil, unida a la flota persa, hubiera sido una nuez demasiado gruesa y dura para los dientes macedonios...

VA UN BEOCIO Y DICE... LA DESTRUCCIÓN DE TEBAS (I)

I.- Alejandro se asegura el trono y pacifica su reino


Con la muerte de Filipo, sobre su cadáver, los nobles y los jefes se apiñaron alrededor de Alejandro y le aclamaron como rey. Eso en realidad no tiene nada de sospechoso. Alejandro era el primogénito del rey, con muchos años de diferencia, y además había dado muestras de mucha capacidad. Más allá de las anécdotas que se cuentan de él, lo cierto que el ejército le había seguido en la campaña iliria cuando no era más que un adolescente, y, como se demostró luego, estaba dispuesto a aceptarlo como su rey hasta el fin del mundo.

Un punto que haré notar, aunque no es más que una elucubración, es que la escena de la huida de Pausanias, el asesino de Filipo, es descrita como un intento de llegar hasta “los caballos. ¿Había más de un conspirador? ¿Pretendían asesinar también a su heredero, lo que llevaría con toda seguridad a una guerra civil en Macedonia?
Hay que hacer notar que, como diré luego, las leyes no escritas de Macedonia establecían que el heredero de un asesinado contraía una deuda de sangre que sólo podía ser lavada matando al asesino, luego matar al hijo ( en este caso a Alejandro) se consideraba normal, para evitar futuras venganzas.

Por otro lado, si los instigadores fueron Demóstenes o Persia tendría su lógica, aunque no tiene nada de seguro, pues ambos poderes subvaloraban catastróficamente a Alejandro, como se vio en seguida. En todo caso, si los instigadores no consideraban necesario sesinar a Alejandro, pudo ser una exigencia de Pausanias, que bien conocía el potencial de Alejandro, y sin duda no querría correr el peligro de dejarlo vivo.

Esquines, rival de Demóstenes, le acusó de ser el instigador del asesinato, basándose en lo que dije de que era imposible que hubiera sido informado tan pronto del crimen, si no estaba personalmente detrás...

Bien, el caso es que Alejandro fue proclamado rey y se encontró con un montón de problemas todos a la vez: Grecia denunció el tratado firmado bajo Filipo, Tesalia se sublevó, el norte (ilirios, triballos, tracios...) también, y la parte del ejército macedonio que operaba en Asia Menor al mando de Atalo (el suegro de Filipo, con el que una vez Alejandro llegó a las manos) amenazaba con volver a Pella, como luego tantas veces harían las legiones romanas, y se carteaba con Demóstenes para formar una alianza.. El otro general, Parmenión, no era sospechoso de traición.

Alejandro se aseguró el trono juzgando y ejecutando (los nobles macedonios tenían derecho a juicio) a varios nobles que podían disputarle el trono. Ignoramos si las pruebas contra ellos eran firmes o no, pero lo cierto es que la purga no fue indiscriminada: salvó a su hermanastro retrasado Arrideo, y a Alejandro de Lincestis, que se había apresurado a aclamarle rey.

Y lo cierto es que desprenderse de los competidores al trono era lo habitual en la sucesión de los monarcas macedonios y no extrañó a nadie.

De hecho, varios de los nobles condenados podían presumir de tener más sangre “azul que Alejandro, pues éste era medio epirota, como ya sabemos. Amintas, por ejemplo, primo de Alejandro, era realmente heredero al trono hasta que Filipo suprimió a su padre.

En fin, la sucesión macedonia era lo suficientemente enmarañada como para que nadie se extrañara de que Alejandro suprimiera a varios rivales (y posiblemente, algunos de ellos realmente conspiraban contra él). En todo caso, la condena fue tras juicio y los nobles macedonios aceptaron tal proceder.

De acuerdo con sus consejeros, se decidió que no podía reclamar a Atalo que se presentase a juicio (se sublevaría con su ejército) y se remitió un agente llamado Hecateo para que lo hiciese prisionero o matase).

Cuando llegó, mientras esperaba una oportunidad, Atalo se enteró de los éxitos de Alejandro, la cobardía de Demóstenes, y la fidelidad de Parmenión al hijo de su rey Filipo, y mando emisarios a Alejandro para someterse. Curiosamente, Hecateo no se había enterado de esto y mató a Atalo.

Dos puntos interesantes en este hecho:

  1. Hecateo, al parecer, mostró una orden a Parmenión en la que Alejandro se atribuía las instrucciones para lo que había hecho, cosa que Parmenión acató sin rechistar (comprobamos, como lo haremos muchas veces en la vida del macedonio, que a Alejandro le repugnaba actuar con doblez, matar a escondidas y sin dar explicaciones); y
  2. como ya he dicho, el hijo o pariente más próximo de un asesinado, según las leyes no escritas macedonias, contraía una deuda de sangre que no terminaba hasta haberse vengado del homicida; es un punto muy importante porque explica algunos de los hechos que posteriormente se atribuyeron a locura o a maldad, de Alejandro, debido a la Leyenda Negra que levantaron los atenienses contra él.
Debido a ésta cuestión, al matar a Atalo, Alejandro, por mediación de Hecateo, estaba obligado a matar también al hijo de Atalo, porque no podía esperar de la parentela del muerto (aunque hubiera conspirado contra el rey) más que odio feroz, y tarde o temprano hubieran atentado contra su vida. Esto era tan sabido y respetado en Macedonia, que el propio Parmenión le ayudó a acabar con la familia de Atalo.

Tan importante era la deuda de sangre entre las naciones de la antigüedad que, años después, ante el asesinato de Darío por el sátrapa Bessos, el príncipe Oxartes, hermano de Darío, renunció a sus derechos al trono (aunque, evidentemente, hubiera tenido que pelearlo con el macedonio, que no era moco de pavo) y se sometió a Alejandro para poder vengarse personalmente de Bessos.

En la actualidad no somos conscientes de la importancia de esta cuestión, que ha llegado debilitada hasta nosotros en las venganzas sicilianas, calabresas, gitanas, etc...

Los éxitos que habían asustado a Atalo consistían en que Alejandro, a la velocidad del rayo, se dirigió había el centro de Grecia.

Para ello, tuvo que atravesar una Tesalia hostil, que había apostado un destacamento entre las laderas del monte Ossa y las del mítico Olimpo. Al otro lado del monte Ossa, un barranco descendía abruptamente hasta el mar, y resultaba infranqueable para un ejército.

Sin embargo el macedonio mandó tallar escalones en la montaña y pasó tropas al otro lado de los tesalios. La cara del militar tesalio Caridemo cuando vio surgir un destacamento macedonio a su retaguardia como por arte de magia (los tesalios eran muy supersticiosos, creían en brujas y cosas de esas) debió ser un poema, y se rindió sin presentar batalla. Alejandro convocó la Liga Tesalia y se hizo jurar fidelidad.

Los atenienses y tebanos, que estaban aún oyendo discursos inflamados de Demóstenes, se aterrorizaron y se apresuraron a mandar embajadas renovando los votos que habían contraído hacia Filipo, para hacerse perdonar la acción de gracias que Demóstenes había hecho votar a Pausanias.

Alejandro se portó magnánimamente: convocó una conferencia en Corinto, declaró que la empresa contra Persia seguía en pie y fue proclamado jefe militar de la misma.

Alejandro volvió a Macedonia, para enterarse con disgusto (hay pruebas de ello) de que su madre había obligado a matarse a la joven esposa de Filipo y a su bebé.

Pero tenía más problemas que atender. El norte estaba en pie de guerra, y en cuanto se pudo (pasado el invierno) se lanzó contra las duras tribus guerreras, llegando a pasar el Danubio: el objetivo era pacificar la zona durante unos años, y lo consiguió en pocos meses.

Pero mientras tanto, en el Sur, en Atenas, corrió el rumor de que Alejandro había muerto; quizás una herida de las que sufrió varias en esta campaña, se magnificó; el caso es que Demóstenes volvió a llamar a las armas y mandó dinero (sobre todo persa) y armas (combatientes, no) a Tebas para que se sublevase.

Tebas era la capital de Beocia, una región predominantemente llana que era como la llave, puerta de entrada al Ática y a Atenas; mientras Beocia resistiese Atenas estaría a salvo. Los beocios eran considerados por los griegos como los más palurdos de entre ellos, y parece ser que se contaban chascarrillos entre ellos en los que los tebanos tomaban el papel de catetos. No es difícil imaginarse que muchos chistes empezaban por “¿Saben aquel que diu, que va un beocio y... ?”.

La derrota de los espartanos a manos de los tebanos en 371 A.C. no había traído corrientes de agradecimiento de los atenienses, que siempre se consideraron más inteligentes, y llevaban mal deber su libertad a los catetos, y la alianza contra Filipo de ambas ciudades tuvo más de necesidad que de devoción.

Los beocios, haciendo honor a su fama de pardillos, atacaron a la guarnición macedonia (que tuvieron que admitir tras la batalla de Queronea), que se encerró en la Cadmea (ciudadela que no estaba protegida por su altura como la Acrópolis, sino por una formidable muralla, cuyas ruinas se muestran en la fotografía inferior)) y esperó auxilio exterior.

A todo esto, Alejandro, que estaba poco muerto, solucionó sus problemas en el Danubio y bajó a la velocidad del rayo contra Grecia, recogiendo al paso tropas aliadas en la Confederación griega (foceas, tespias, plateas y otras).

Demóstenes, con su prodigiosa clarividencia, siguió choteándose de sus rivales (hay pruebas de que en algunos discursos le dio por muerto y dijo que el nuevo rey era Alejandro de Lincestis; en otros llamaba “niñato” "mozalbete" o "criatura" a Alejandro, y llegó a mandarle una pelota y un látigo de juguete para que se entretuviese) pero los atenienses, escarmentados, no hicieron caso a sus cuchufletas y, más prudentemente que los beocios, no pusieron a su ejército en pie de guerra.

Alejandro llegó ante Tebas y acampó (había hecho una estimable media de unos 35 kilómetros por día) . Dado que quería mantener la unidad griega y no luchar contra ellos como enemigos, ofreció la paz a los tebanos, a cambio de que entregaran a los jefes del partido antimacedonio (en realidad, éstos habían sido expulsados de Tebas tras el tratado con Filipo en 338 A.C., y su presencia en Tebas era una fraglante violación de dicho tratado y de la Conferencia de Corinto posterior con Alejandro; éste tenía todo el derecho a pedir su entrega).

Los beocios, “astutos” ellos, ofrecieron la paz al ejército sitiador a cambio de que Alejandro entregara a varios generales macedonios. Pese a la evidente provocación, y a que una incursión al campamento macedonio causó la muerte de varios soldados, Alejandro no atacó; posiblemente confiaba en que los tebanos entraran en razón sólos, o que el partido pacifista de la ciudad se impusiera.

Todos los historiadores están de acuerdo en que dentro de Tebas había un partido “pacifista (el oligarca; el democrático, que lógicamente no quiere decir lo mismo que ahora, era antimacedonio), y Alejandro pensó que dando tiempo al tiempo, cuando los tebanos se diesen cuenta de su situación, terminarían imponiéndose los contrarios a la guerra.

De hecho, Atenas había cerrado sus puertas sin mandar auxilio a Tebas, y Demóstenes pareció afecto de una extraña afonía: no protestó.

Lo que sigue es un poco confuso. Pérdicas, jefe militar macedonio de la edad de Alejandro (poco más de 20 años, recordemos) lanzó un ataque contra la empalizada exterior tebana y la forzó, abriéndose paso hacia la interior.

Arriano lo relata como una imprudencia de Pérdicas, pero la fuente de Arriano es Tolomeo, y cuando Tolomeo escribió su diario se ensalzó a sí mismo y denigró a otros diadocos. Pérdicas tenía un mando superior a otros amigos de Alejandro lo que hace pensar en unas mayores dotes militares.

Posiblemente vio una debilidad entre las defensas tebanas, lo que explica que pudiese forzar la primera muralla. Quizás una señal de la Cadmea le advirtió de la debilidad... no se sabrá nunca.

El caso es que los refuerzos tebanos llegaron donde la batalla y pusieron en tan grave aprieto a los macedonios, hiriendo a Pérdicas, que la cosa pintó muy mal para éstos.

Pero, evidentemente, Alejandro no se estuvo quieto. Parece seguro que el ataque de Pérdicas no fue orden suya, pues de haberlo sido hubiera estado todo organizado. Pero no lo estaba. Puso en orden el ejército, hizo evacuar a Pérdicas, y –he aquí la genialidad- no trató de aprovechar la cabeza de puente. Dejó que los macedonios de Pérdicas se retirasen confusamente fiándose en que los tebanos saldrían a perseguirlos, cosa que hicieron, para encontrarse con las masas de hipaspistas macedonios, que los arrollaron.

La táctica de fingir una retirada (sólo que aquí no la fingió; tuvo la sangre fría de esperar la inevitable derrota de Pérdicas y sus hombres) ya había sido útil en Queronea y el propio Alejandro en Iliria contra los escitas y los peliastas y otras tribus.

El combate posterior, con los tebanos de la ciudad indecisos entre abrir las puertas a los compatriotas fugitivos (lo que suponía abrirlos a los perseguidores) o cerrarlas dejando que fueran masacrados, y empeorado con un ataque de la guarnición de la Cadmea, que pilló a los tebanos entre dos fuegos, acabó con una batalla casa por casa y una masacre en la que Tebas fue conquistada y sus habitantes, muertos o capturados.

lunes, 23 de marzo de 2009

479 A. C: LA OLVIDADA PLATEA (II) LA BATALLA

Bien. Continuemos repasando la historia de Platea.

El caso es que los espartanos escucharon la llamada de los atenienses, bien es cierto que en su propio beneficio. Una fuerza de 5000 espartiatas, la mayor que nunca había salido de su polis, cruzó el istmo. Sumados periecos (ciudadanos libres de las ciudades cercanas de Esparta) e ilotas, y con el resto de aliados griegos, Heródoto calcula unos 110000 combatientes, aunque las modernas estimaciones rebajan la cifra a unos 40000.

Los persas habían elegido el campo de batalla, cerca de la antigua ciudad de Platea; para ellos era una buena noticia que, ya que no habían conseguido dividir a los griegos, al menos se iba a combatir en terreno abierto. Heródoto da una cifra de 300000 para ellos y los beocios y optros griegos coaligados, pero seguramente exageraba; los modernos estudiosos rebajan a 80000-100000; con todo, Mardonio tenía clara superioridad numérica, y la ventaja de la caballería persa, que los griegos no habían conseguido aún neutralizar.

Al inicio de la batalla, escalonadas a lo largo de las estribaciones del Monte Citero, y empezando al Este de Platea, se encontraban Atenienses, Megarenses, Peloponesos, Tegeos y Espartanos, bajo el mando de Pausanias.

Los Persas, que ya habían llegado antes, se encontraban al otro lado del río Asopo, en un campo fuertemente atrincherado y fortificado, frente a un llano despejado según órdenes de Mardonio. El segundo al mando, Artabazo, según nos refiere Heródoto, no estaba de acuerdo con presentar batalla.

Heródoto relata que los ejércitos estuvieron varios días acampados uno frente al otro, con duras escaramuzas pero sin entablar batalla. Fiel a su estilo, Heródoto cuenta que había un presagio que daba por perdedor de la batalla a quien atacara, y por vencedor a quien defendiera, pero como en este blog no creemos en presagios ni milagros, la explicación parece más sencilla.

Los persas esperaban que los griegos bajaran de sus montes para cruzar el río, momento especialmente vulnerable, donde podrían ser atacados y debilitados para luego acabar con ellos en las planicies al norte del Asopo.

Por su lado, los griegos esperaban que los persas, fiados en su superioridad numérica, trataran de atacar su posición en el Monte Citero, perdiendo así sus ventajas.

Durante los días de tanteo, Mardonio, que era un excelente estratega, mandó a fuerzas de caballería para castigar las tropas griegas, posiblemente con la idea de desencadenar un ataque en respuesta. Tras unos éxitos iniciales, la caballería persa perdió a su jefe, Masistio, y a fin de cuentas no pudo conseguir sus objetivos debido a lo accidentado del terreno en que se movían.

Los griegos recibieron ésto como una victoria, y adelantaron sus líneas un tanto, si bien no dejaron la protección de las laderas del monte ni cruzaron el río.

Mardonio, por su parte, trató de conseguir la derrota del enemigo a través de la captura de sus líneas de aprovisionamiento, y efectivamente, los jinetes y arqueros persas consiguieron eliminar una columna entera de suministros, mientras que, por otro lado, cegaron la fuente Gargafia, situada bajo el monte Citero, y principal fuente de agua para los griegos.

Fue el momento más crítico para los griegos. Temiendo una derrota casi sin llegar a combatir, acosados por la caballería, sin agua y alimentos, Pausanias ordenó una retirada escalonada a Platea, con el fin de aprovisionarse.

Los atenienses y megarenses aprovecharon el cese nocturno de los ataques de la caballería para iniciar la marcha. Si todo hubiera ido como debía, la retirada debería haber concluido antes de la mañana del día siguiente, 27 de Agosto, pero cuando llegó el turno de los espartanos, algo pasó. Heródoto cuenta que un comandante llamado Amonfáreto, del lochos Pitantas, se negó a retirase, alegando que un espartano jamás da la espalda al enemigo, y retrasó el movimiento. Pausanias y su pariente Eurinacte intentaron convencerle, sin conseguirlo. El alba sorprendió al ejército espartano separado del resto de las tropas griegas, lo que, visto por Mardonio, fue percibido por el comandante persa como la gran oportunidad de atacar a un ejército dividido y confuso.

Mardonio ordenó a la infantería persa cruzar el Asopo y atacar a los rezagados espartanos y tegeos, mientras apostaba a los beocios y demás griegos pro-persas en el camino hacia Platea, para evitar que los atenienses, peloponesos y megarenses volviesen sobre sus pasos a prestar ayuda a Pausanias.

Efectivamente, aunque el comandante supremo espartano ordenó volver a sus aliados, éstos no pudieron superar a los tesalios y beocios, y los espartanos y tegeos tuvieron que enfrentarse a los persas en una angustiosa inferioridad numérica. A pesar de ello, y de haberse visto sorprendidos, lucharon desesperadamente, tratando de hacer valer su mejor entrenamiento (eran la única tropa griega más profesionalizada que la infantería de los persas) y mejor equipamiento.

Poco a poco, espartanos y tegeos, combatiendo disciplinadamente, como una unidad, fueron superando a los persas. En ujn momento dado, Mardonio cayó muerto y, sin su comandante, el frente se hundió. El pánico se apoderó de los persas, que huyeron a refugiarse en el fuerte.

Mientras tanto, el ala derecha persa cedió también ante atenienses, megarenses y peloponesos. Beocios y tesalios, con las demás tropas filopersas se dieron a la fuga. La reunificación del ejército griego permitió que las defensas del fuerte fueran superadas, y todos los ocupantes (a decir de Heródoto) fueron muertos o cogidos prisioneros.

Artabazo mandó los restos del ejército de vuelta -40000 hombres según Heródoto-a Asia a través de Bizancio. Según Heródoto, no estaba de acuerdo con presentar batalla, y su retirdada fue considerada un hecho de armas brillante y recompensada con una satrapía. La verdad es que, según cómo se lea, si es cierto lo que cuenta el "Padre de la Historia", su comportamiento roza el derrotismo o la traición.

Algunos han dudado del relato de Heródoto, siempre presto a dejar en buen lugar a los atenienses, y han dudado de la historia de Amonfáreto, sugiriendo que la retirada fingida pudo ser una estratagema de Pausanias para provocar el ataque persa. Se apoyan en que el resultado de la acción y el comportamiento de las unidades espartanas y tegeas no sugieren sorpresa, por el contrario, su disciplina fue admirable. En cambio, los opuestos a esta teoría opinan que el riesgo corrido por Pausanias, de ser un truco, es inaceptable: en el siglo V A.C. resultaba imposible, aún para los espartanos, asegurar que se podía concebir y llevar a cabo todo el plan; existían muchas posibilidades de ser aplastados y perder todo el ejército.

En algunas fuentes de origen ateniense se intentó minimizar el papel espartano presentando al contingente ateniense superando al ala derecha persa a tiempo de socorrer a un Pausanias a punto de perecer con todos los suyos, pero ésto no es cierto. En esta jornada, fueron los espartanos y tegeos los que lograron papel más destacado.

Como curiosidad, recordaremos que Aristodemo, uno de los dos espartanos que, se dice, sobrevivieron a las Termópilas (en otra entrada relataremos su historia), combatió en Platea y, deseoso de lavar su honor, se dice que fue él el primero en cargar contra la infantería persa. Sea cierto, o no, lo cierto es que, aunque Heródoto le destaca como "el hombre más valiente del día", sus conciudadanos consideraban una grave desobediencia romper la formación, poniendo en peligro a toda la línea, y ni él ni sus hijos fueron señalados con ninguna distinción especial por esta batalla.

domingo, 22 de marzo de 2009

479 A. C. LA OLVIDADA PLATEA (I): JERJES VUELVE A CASA... POR NAVIDAD

Todos sabemos que en la Historia, por lo general, son los vencedores los que nos hacen llegar su versión.

Exageran el poder del enemigo vencido, disminuyen el suyo propio (antes de una batalla) o aumentan lo logrado en tiempos de paz, dan sus razones para obrar como lo hicieron, y deslizan maliciosas insinuaciones o anécdotas vergonzantes a expensas del enemigo.

Pero, también, quien domina la fuente de información, puede hacer resaltar su importancia frente a la de sus aliados; o presentar sus razones como más nobles.

En el caso de las Guerras Médicas, cuyo principal historiador, Heródoto de Halicarnaso, presenta una sospechosa inclinación hacia su patria de nacimiento, así como a su patria de agogida, Atenas. Como, por otra parte, el centro historiográfico de la Grecia clásica y Antigua fue, por mucho tiempo, la propia Atenas, nadie disputó muchas de las nociones que nos llegaban del "Padre de la Historia"

Así, por ejemplo, durante muchos siglos se ha enseñado, a los estudiantes, la importancia de Salamina como batalla que hundió el poderío persa en la II Guerra Médica, acompañando a Termópilas como hito heroico y simbólico, y se ha minimizado la importancia de Platea, que prácticamente se consideraba una batalla menor, en el que un ejército de hoplitas habían derrotado a los restos del ejército de Jerjes, desmoralizados y casi vencidos antes de empezar. La realidad, como veremos ahora, es muy otra.

Situémonos al día siguiente de Salamina. Eso sería, se cree, el 24 de Septiembre de 480 A.C. La flota persa, desde luego, había sufrido un durísimo castigo, y es razonable pensar que había perdido aproximadamente la mitad del poder naval con el que vino a Europa. Es decir, si creemos a los historiadores de la antigüedad (Heródoto, Diodoro, Éforo, Plutarco, etc) y teniendo en cuenta que parte de las pérdidas habrían sido reemplazadas por flotas de Tracia e islas de alrededor, es razonable pensar que el Gran Rey podía contar aún con cerca de 600 barcos de guerra en la zona. Eso sobrepasaba, sobradamente, los 300 o 350 barcos de la Liga Panhelénica, aunque podemos imaginar que los persas salieron escocidos de sus batallas navales con los griegos y no tendrían muchas ganas de volver a probar espolones.

Otra cosa muy distinta es el ejército de tierra. Sin pensar en la millonada que nos ha hecho llegar Heródoto, lo cierto es que el número de efectivos infundía pavor a sus enemigos, y en su camino hasta el ática había ido subyugando, una por una, a las ciudades al paso. la escaramuza de Termópilas, por desproporcionado que fuera el esfuerzo que hubo que hacer para vencer a Leónidas, no supuso ningún daño de consideración.

Tenemos, pues, un ejército invicto (por el momento) y una flota seriamente dañada, pero aún superior en efectivos a la de los griegos.

Heródoto, aquí, nos cuenta que a Jerjes le entró pánico a que los griegos cortasen el puente de barcas que había construido sobre el Helesponto, quedarse aislado en territorio griego continental, y perderse él y todo el ejército, y se volvió a Susa, dejando a Mardonio al mando de parte de las tropas.

"De miedo, pues, que tuvo de no verse a peligro de perecer cogido así en Europa,
decidió la huida" (Herodoto, VIII, XCII)

Sin embargo, ni Jerjes era ningún cobarde, ni había motivo para perder los nervios por el resultado de la invasión. Desde el punto de vista de los persas, la flota no había cumplido las expectativas, pero el ejército había conseguido unos logros evidentes. Había invadido el territorio enemigo, conquistando y sometiendo las ciudades estado del norte y centro de Grecia, hacía derrotado y dado muerte a uno de los reyes del estado cuyo ejército era más temible (a costa de pérdidas más altas de lo esperado, cierto, pero insignificantes si las comparamos a las cifras totales de su ejército) y había tomado y destruido la otra ciudad-estado que comandaba la resistencia. Tampoco estaba tan mal.
El futuro no se presentaba tampoco negro, ni mucho menos, aunque precisaba de una cuidadosa valoración.
Salamina no destruyó el poder de los persas, pero sí tuvo una importantísima consecuencia: impidió a los persas el desembarco e invasión del Peloponeso. Efectivamente, como veremos en otra entrada del blog, la derrota griega en Salamina hubiera tenido como consecuencia fundamental (aparte de la pérdida de la flota) la posibilidad de desembarco en el Peloponeso, burlando el muro que trabajosamente se había levantado en el istmo de Corinto. No trabar combate el combate naval hubiera dado una ventaja a los persas: la de poder elegir el lugar y la fecha del desembarco, siendo muy difícil que las naves griegas, muy inferiores en número, pudieran patrullar toda la península y evitar el acercamiento a las costas

Con la derrota, la flota persa seguía siendo un peligroso enemigo en mar abierto, pero, muy mermada su superioridad númérica, y conocido ya el potencial marinero de los helenos, resulta comprensible que no se aventurasen a una operación de desembarco en unas costas traicioneras, que sus enemigos conocían mejor que ellos.
Sin el desembarco, la alternativa era que el ejército de tierra, tomase la muralla de 6 kilómetros que se había construido a lo largo del istmo. Si pensamos en las pérdidas persas ante Leónidas, entendemos también que Jerjes contemplara con cierta reticencia la idea de dar el asalto a unas fortificaciones defendidas por varias decenas de miles de hoplitas.

No por ello le entró el pánico ni se estuvo ocioso. Heródoto, aunque lo achaca a disimulo, cuenta:

Pero no queriendo que nadie ni de los griegos ni de sus propios vasallos penetrase sus designios, empezo a formar un terraplén hacia Salamina, y junto a él mandó unir puestas en fila unas urcas fenicias, que le sirviesen de punte y de baluarte como si se dispusiese a llevar adelante la guerra y dar otra vez batalla naval.

Que era, con toda seguridad, lo cierto. Heródoto conocía poco de estrategia y táctica militar, y su visión de la Historia estaba muy mediatizada por su origen griego y jonio del Asia Menor, pero no era Jerjes hombre para retirarse presa del terror. Tampoco la razón que da Heródoto del pánico del Gran Rey (ser destruido el puente de barcas por los griegos, y perecer con todo su ejército en Europa) es plausible. De hecho, al año siguiente el puente había sido destruido por las inclemencias del tiempo, lo que no impidió a los restos del ejército de Mardonio cruzar por Bizancio. Y si los griegos hubieran destruido el puente tras Salamina, antes hubieran perecido de hambre todos los pobladores de la Grecia continental que el poderoso ejército persa. Acuartelados, hubieran exigido alimento a las polis de la región, y tras agotar sus víveres, sin duda hubieran mudado de campamentos.

El caso es que parece ser que Jerjes se planteó construir un puente entre tierra firme y la isla de Salamina, donde se habían refugiado parte de los atenienses (buena parte de ellos, hombres en edad de luchar que no iban en la flota), cuya captura hubiera supuesto un duro golpe a la resistencia. Y, al parecer, también, ordenó alistar a la flota, con el contingente egipcio que había dado la vuelta por el sur de Salamina, con idea de continuar la lucha.

Sin embargo, sus hombres le hicieron desistir del empeño, por el momento. Se encontraban ya en otoño, y la construcción de un puente de barcas era empresa muy sujeta a riesgos, sobre todo las frecuentes y violentas tormentas, y la existencia de una flota griega, llena de moral de victoria, que sus propios trirremes no estaban seguros de poder controlar.

Por lo tanto, Jerjes se decidió a acuartelar el ejército para pasar el invierno. Sin duda consideraba que había dado un severo escarmiento a los griegos, apoderándose de gran parte del territorio enemigo, y pensaba continuar al año siguiente la pacificación de la Grecia sometida y la conquista del Peloponeso. Pero ¿hacía falta que Jerjes pasase allí el invierno? Sin duda, para las tareas que restaban en Grecia, debió creer que era suficiente con su capaz lugarteniente Mardonio. Por la experiencia que tenía de los griegos, siempre prontos a pelear entre ellos, Jerjes seguramente creyó que la Confederación Panhelénica no duraría mucho tiempo.
Por otro lado, la ausencia del Gran Rey de su capital traería, sin duda, graves consecuencias. En 481 A.C. Jerjes había tenido que reprimir una sublevación en la levantisca Babilonia, y de hecho en 479 A.C., es decir, al año siguiente, la rebelión volvió a latir con fuerza. Es muy probable que el Gran Rey considerase más necesaria su presencia en el centro de su imperio. Así que se dirigió con parte de su ejército a Asia, dejando a Mardonio acampado en Tesalia y Macedonia.

Mardonio no estaba dispuesto a enfrentar su fuerza contra la muralla de Corinto, protegida por los combativos peloponesios. Se conocían por entonces los arietes, como queda de manifiesto por algunos relieves asirios, pero su uso era sumamente arriesgado contra tropas disciplinadas como los espartanos, y menos aún cuando no se trataba de una muralla de ciudad, sino de campo abierto.

La opción preferida fue intentar romper la unión de los griegos. Los atenienses, que habían vuelto a su destruida ciudad, recibieron al rey de Macedonia, Alejandro (no el Magno, evidentemente) quien transmitió la oferta de Mardonio en caso de abandonar la Confederación: reconstrucción de la ciudad por cuenta del Gran Rey, mantenimiento de su territorio y aún ampliarlo con aquellos territorios que pidiesen al Rey.

Los atenienses no se hacían ilusiones, pues una paz momentánea hubiera terminado, sin duda, con una sumisión futura a Persia, pero las negociaciones y el tira y afloja que siguió permitió a los atenienses informar de lo que ocurría a los espartanos, y comunicarles que si no atravesaban el istmo para defender el Ática, Atenas no tendría más remedio que pactar con Mardonio.

En el interín, el general persa volvió a ocupar Atenas, de nuevo evacuada, y el Consejo, de nuevo refugiado en Salamina, hizo saber a Esparta que no podía esperar más. O recibía ayuda, o Atenas -con la flota- se pasaba al enemigo.

A Pausanias -regente en nombre del hijo de Leónidas- se le planteaba una interesante (por decir algo) disyuntiva: los espartanos tenían una repugnancia, casi diríamos instintiva, a llevar el ejército fuera de su polis, y Leotiquias ya estaba fuera con la flota que más adelante bloquearía Micale. Además, la superioridad numérica y la caballería persa encontrarían un terreno mucho más propicio al norte del istmo, dsonde había planicies adecuadas para su depliegue, que en los angostos pasos del Peloponeso, que ellos conocían mehjor.

Pero, por otro lado, la defección ateniense, y la unión de la flota al bando persa, o al menos su neutralidad, dejaría abierta la costa al desembarco del enemigo, con las gravísimas consecuencias que podemos imaginar.

Como hemos visto, Salamina no había sido la batalla definitiva que, posteriormente, la propaganda ateniense presentó. En términos televisivos, la situación se presentaba más que interesante. En términos deportivos, la partida estaba abierta.