domingo, 31 de mayo de 2009

SALAMINA: LA BATALLA

En la Antigüedad, los historiadores como Herodoto no solían hacer mucha referencia a la estrategia seguida por los mandos militares en las campañas. Su labor se limitaba más bien a recabar información de las fuentes directas, si tenían acceso a ellas, o de las indirectas, que a su vez, básicamente, recopilaban las historias de los protagonistas de los hechos que contaban, pero rara vez realizaban análisis crítico de las versiones recibidas, y menos aún de la documentación conservada.

La batalla de Salamina no iba a ser una excepción. El relato de Herodoto, el más extenso de los que han llegado a nosotros, es una colección de anécdotas personales de las que él mismo duda, en ocasiones:
"No estoy en realidad, tan informado de los acontecimientos, que pueda decir puntualmente que pueda decir de algunos particulares capitanes, ya sea de los bárbaros, ya de los griegos, cuánto se esforzó cada uno en la contienda" (Herodoto, 8, LXXXVVII)
Como todo el mundo puede comprender, al terminar una batalla sólo los vivos pueden dar su versión de los hechos, y así ocurre que "la historia la escriben los vencedores".

El caso más paredigmático de esta verdad, a pesar de formar en el bando de los derrotados, lo tenemos en el suceso de Artemisia, gobernadora de Halicarnaso que, según cuenta Herodoto, se vio muy apurada por la persecución de una nave ateniense y, al tratar de huir, embistió al trirreme del rey de Calinda, Damasatimo, mandandole al fondo del mar.

En la confusión de la pelea era a veces difícil ver quién era amigo y enemigo y, los atenienses que iban en persecución de Artemisia, viendo que había atacado la línea persa, la creyeron de su lado, o al menos pensaron que desertaba, y cesaron de darle caza. Pero, por si fuera poco, el rey Jerjes, al ver la furia con que aquella nave había embestido, preguntó a los consejeros quién era. Los consejeros no habían llegado a distinguir la insignia de la nave calcidense, tan rápido se fue a pique, pero conocieron, e informaron puntualmente, que el barco atacante era el de Artemisia. Jerjes, no pudiendo imaginar que la de Halicarnaso atacase otros barcos más que los de los griegos, dijo amargamente: "A mi los hombres se me vuelven mujeres, y las mujeres hombres" y, según Herodoto, la tuvo por aún más estimable.

La suerte para la reina, claro, estuvo en que no sobreviviera ningún tripulante de la nave hundida. Y, cosa aún más curiosa, Artemisia y Damasatimo, Halicarnaso y Calinda, habían tenido alguna pendencia tiempo atrás, por lo que todo el episodio resulta aún más confuso, y la verdadera causa de que Artemisia, al huir, abordase precisamente esa nave, nunca la conoceremos.
Bien. Comentada la dificultad de acudir a las fuentes antiguas para conocer la verdadera historia militar de una batalla, podemos hacer algunas conjeturas con la auda de un pequeño esquema de la batalla.

Los persas contaban con una clara superioridad numérica; las fuentes antiguas hablan de 1200 barcos, pero sin duda es una exageración, y quizás ese número se refiera a los efectivos de la flota íntegra, al comenzar campaña. Los historiadores modernos se inclinan a creer que la flota que tomó parte en la batalla de Salamina, por parte persa, pudo ser de unos 700 - 800 barcos. Que ya son.

Es falsa la idea extendida de la baja calidad de la flota persa. Algunas de las flotillas que seguían al Gran Rey eran excelentes, como los fenicios o los egipcios, pero estos últimos navegaban circunvalando la isla de Salamina para formar una pinza y rodear a los griegos. También la flota de los aliados griegos del Gran Rey era de una gran calidad. Sin embargo, otra cosa era la confianza que se podría depositar en la lealtad de algunos de los súbditos del rey: los griegos estaban allí, en gran parte, por la fuerza, y lo mismo se puede decir de los egipcios, que siempre consideraron a los persas como déspotas de quien intentaron liberarse.

Los súbditos de Jerjes más confiables, los propios persas y medos, y los originarios del Asia Central, tenían pocas cualidades marineras, y muchos de ellos no sabían nadar.
Los griegos tenían entre 360 y 380 trirremes, (Esquilo, que peleó en Salamina, dice que fueron unos 310; otros los rebajan aún más, como Hipérides, a 220, pero posiblemente sea conintención de ampliar la gloria de la victoria) de los que la mitad eran atenienses, y en número de efectivos le seguía Corinto, con 40. Esparta sólo aportaba 16.

El corazón de la flota, los trirremes atenienses, habían sido construidos en su mayor parte por consejo de Temístocles pocos años antes con la plata obtenida en las minas de Laurión, y en principio prensentaban mayor uniformidad, maniobrabilidad y manejabilidad que sus enemigos, lo que no fue poco importante para lo que se avecinaba.

Efectivamente, al entrar los persas en los canales de Salamina por el Sur, fenicios a la derecha, jonios a la izquierda, se produjeron embotellamientos, sobre todo en el ala izquierda, y los jonios se retrasaron.

Al parecer, los griegos comenzaron la acción retirándose un poco, sea por el lógico temor a iniciar la batalla contra fuerza tan temible, sea por táctica, para que el enemigo descompusiese su línea. Herodoto cuenta una historia que, según él, "circula entre los atenienses", que acusan a las naves corintias de abandonar la flota aliada y navegar hacia el norte en clara huida. Cosa que, claro está, niegan los corintios. Recordemos que, mientras Herodoto escribe sus libros, Corinto y Atenas están enfrentadas, y lo entenderemos todo.

El caso es que, separados los fenicios del resto de la flota persa, los atenienses, que estaban frente a ellos, bogaron a toda marcha y embistieron con tal ímpetu que la primera línea fenicia fue rechazada hacia atrás, chocando con la segunda y tercera líneas. Los barcos fenicios apenas podían moverse, colisionando entre ellos mismos, y los atenienses, con barcos más modernos, más pequeños, manejables y en mejor lugar para maniobrar, hundieron varias decenas de ellos en un santiamén.

Incluiremos aquí otra folklórica anécdota de Herodoto. Los capitanes de los barcos fenicios, que se habían salvado a nado, fueron a presentar sus excusas al Gran Rey, que contemplaba la batalla desde su trono y, con ese reflejo tan humano, trataron de echar la culpa a otro. Y, a ser posible, a otro que no estuviera allí. "Los jonios -dijeron- se han retrasado intencionadamente, no han presentado batalla, son unos traidores".

Quiso su mala suerte que los jonios habían llegado ya a la altura de los espartanos y otros barcos aliados y, al trabar batalla, algunas de sus acciones fueron bastante afortunadas, como la de una nave samotracia que logró dar cuenta de una ateniense y una egineta, lo cual, observado por Jerjes, le movió a descargar su ira contra los fenicios que tan sin motivo acusaban, y los ejecutó en el acto.

El caso es que, al final del día, la victoria estaba del lado griego sin paliativos. El fracaso persa había sido estrepitoso: habían perdido unos 200 barcos y los griegos sólo unos 40.

Aristides el Justo capitaneó un destacamento que desembarcó en la isla de Psitalea, en medio de los estrechos, que había sido ocupada por unos 400 persas (es la cifra que da Herodoto, aunque los autores modernos la ven un poco exagerada), en previsión que allí irían a parar muchos de los marineros de los barcos griegos hundidos. Todo salió al revés de lo planeado por Jerjes, y Aristides pasó a cuchillo a los persas que ocupaban el islote. Justo sí, pero no tonto.

Los restos de la flota persa regresaron, mal que bien, a su fondeadero de Falero. En su retirada fueron hostigados por los eginetas, pero no hay motivo para creer que les causaran mucho más daño, y el colorista relato que hace Herodoto de los ataques de Egina, hasta hacer de ellos los mejores luchadores de la batalla, suena un poco a euforia desmedida.

Pero, en realidad, si hacemos cuentas, la flota remanente persa aún era, en número, superior a todo lo que los griegos podían poner a flote. Su ejército no había sido derrotado en tierra; por el contrario, había capturado y destruido la mayor ciudad del enemigo. Jerjes, pese a la frustración de una derrota con la que no contaba, no se consideró derrotado en la campaña.

Ante él se abrían dos posibilidades: continuar la guerra o preparar cuarteles de invierno

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